Capítulo 2 – Ecos de traición
La noche era espesa sobre la ciudad. Desde el ventanal del apartamento, Adrián Montes observaba las luces de los rascacielos como si fueran brasas que ocultaban un incendio. El sobre con las fotografías seguía sobre la mesa, abierto, como una herida que no cerraba.
Sabía que Ramos no actuaba solo. Cada director general manejaba una parte de su imperio: finanzas, energía, construcción, tecnología, logística, turismo. Todos creían tener poder absoluto en su área porque Adrián nunca aparecía en público. Nadie fuera de ese círculo conocía al verdadero dueño. Y en su ausencia, algunos habían confundido autoridad con propiedad.
Adrián tomó un teléfono encriptado del maletín y marcó un número. Contestó una voz grave.
—Señor.
—Necesito un informe completo de Ramos. Todo lo que ha hecho en los últimos seis meses —ordenó Adrián, con calma quirúrgica.
—Entendido. Lo tendrá en la mañana.
Colgó. Después abrió un segundo cajón y sacó una carpeta con una lista: siete nombres escritos a mano. Eran los directores generales, sus “lacayos”. Algunos estaban subrayados en rojo, otros en verde. Verde para los que aún confiaba. Rojo para los sospechosos. Ramos era el primero en rojo.
Mientras tanto, en un salón de lujo del centro financiero, Ramos celebraba con su socio extranjero.
—Brindemos, amigo. Ese contrato nos hará millonarios —rió, levantando la copa.
—¿Y tu jefe? ¿No sospechará?
Ramos sonrió con arrogancia.
—Ese fantasma no existe. Nadie sabe quién es. Solo nosotros lo hemos visto, y lleva años escondido. Mientras se quede en la sombra, el imperio ya no le pertenece.
De vuelta en su apartamento, Adrián revisaba un informe confidencial en su laptop. Gráficas, balances adulterados, desvíos de capital. Todo coincidía con Ramos. La traición estaba clara.
Adrián cerró la laptop con un chasquido seco. No era un hombre de ira, sino de cálculo. Sabía que no podía exponerse aún. Si revelaba su rostro demasiado pronto, los demás traidores huirían o se unirían contra él.
El plan sería distinto: dejar que Ramos cavara su propia tumba.
A medianoche, escribió un mensaje encriptado a otro de sus lacayos, uno aún marcado en verde: Lucía Ortega, directora de logística. Una de las pocas que le había demostrado lealtad absoluta.
«Necesito ojos en Ramos. Empieza mañana. No confíes en nadie.»
Apagó las luces y se sentó en silencio, en la oscuridad. Ramos era solo el inicio. El verdadero juego apenas comenzaba.















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